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domingo, 1 de mayo de 2011

La expectación - Cuento

¡Hola, lector misterioso! Es hora de reactivar este blog. ¡Tengo muchas historias por contar aún!
El relato que se puede leer aquí abajo fue publicado por primera vez en una antología de cuentos seleccionados por Ana Bisignani en el libro "Lunario" (2008) de Editorial Dunken. No quiero develar nada de la trama ya que es un cuento corto y el efecto funciona si se lo lee de un tirón. Así que adelante, disfrute.

La expectación

Cuando la vi me sentí decididamente mal. Primero fue incomodidad, luego me entraron unas ganas tremendas de salir corriendo pero, como no podía hacer otra cosa, me entregué a ella. Ahora sigo sentado esperando porque, ¿qué se puede hacer en un momento así? Esperar y nada más.

Me parece raro que no haya más gente, digo, es que uno supone que las personas se agolpan por entrar a estos pagos... o salir. En sí no sé bien dónde es, pero lo que importa es que estoy. Pero claro, puedo pensar, puedo escribir estas líneas. La frase “Pienso, luego existo” nunca me pareció tan desacertada, y eso que admiro a Descartes. Encima, no sé si conjugar en pasado o presente la palabra “admiro”. Es que yo creo que “lo admiro”, pero no sé si “lo admiré”, remitiéndome a este momento.

Uno se pregunta antes de que te venga a visitar: ¿será qué todo es como los episodios que no recordás del día anterior cuanto te levantás con resaca? Parece que no. Diría que más bien es como cuando te despertás a medias de un sueño confuso y te volvés a dormir al rato. Acá la autoconciencia es descomunal. Lo siento René...

Hace un mes le dije a mi ex amigo: ¿Duele mucho, Doctor? ¡Cómo si a él le pasaran estas cosas! Y claro, como el Doctor Belgrado era mi amigo (y sé que el pasado de “era” está bien conjugado) le preguntaba eso, confiando en él plenamente. ¡Qué iluso! Ahora el muy desagradecido está con Quita en el Caribe. ¡Ah, si pudiera volver por allá! ¡Qué tiempos aquellos! Ya me expreso como si hubieran pasado años y ni por las tapas... Sólo algunos minutos y ya me desespero. ¿Estaré listo para esto? Resta esperar.

Puedo describir la sala: es cuadrada en los seis lados y totalmente gris, aunque los cuadrados son de diferentes tamaños; la pared de mi derecha es más amplia que la izquierda y, a su vez, el techo es mayor que el piso. A mi me parece una habitación imposible pero sin embargo estoy en ella, o no... no sé. A mí me parece que estoy y que es gris. Gris claro. Lo único que hay dentro es el asiento en el que estoy incómodamente instalado y una mesita. La mesa tenía un lápiz y papel así que, por supuesto, me puse a escribir. Tengo que matar el tiempo, este lugar es acotado y soy bastante claustrofóbico. ¿Soy?

Ni idea por qué lugar salió la responsable en traerme a este lugar. Supongo se habrá abierto algo acá en la pared del frente pero ya miré y no parece tener fisuras. Me costó reaccionar cuando llegué. Seguramente, cuando aparezca una...

Es increíble pero se abrió una rendijita hace un rato en la pared de enfrente y tuve que dejar de escribir. Hay mucha luz del otro lado y no se ve nada, pero ilumina mucho esta habitación. Parece que hay alguien o algo del otro lado. Se escucha como un zumbido. Voy a preguntar dónde estoy y qué debo hacer a ver si contestan...

Ahora me quedó todo mucho más claro. Pregunté y una voz respondió. Me siento aliviado, pensé que me iba a quedar solo acá encerrado para siempre. Tenía razón, tengo que esperar a que decidan qué hacer conmigo. Me respondió ella, la que me trajo acá.

La voz de mujer, así de femenina es la Muerte, me dijo: “La burocracia también existe de este lado. No hay más que hacer, sólo esperar. Estás en el purgatorio”.

lunes, 29 de noviembre de 2010

El fin del mudo - Cuento

¡Hola, lector misterioso! Cuento, cuento. Esta vez el "El fin del mudo", no del mundo por el momento, sino el fin de un estado particular: la mudez. Ya sea Callando o gritando a más no poder, espero, disfrute.

«EL FIN DEL MUDO»

Jonás Guido Landi era mudo e infeliz. No siempre había sido así. Es que en ese momento estaba postrado en una silla de ruedas, doble incapacidad, debido a un accidente en la fábrica de cajas. Ser mudo, no tener voz propia característica, siquiera poder comunicarse con otros a través de palabras, gruñidos, onomatopeyas... Su cabalidad había superado cualquier barrera sí, hasta que un día se dejó estar.

¡Tiririri rín!- sonaba su campanita dorada desde la habitación llamando a su esposa Clara.

Nada. Al parecer la mujer no había vuelto de la farmacia, de su farmacia. Jonás la había construido con el sudor del esfuerzo, por culpa de eso ahora estaba así, en la silla de ruedas. Una caja armada que cae sobre la cabeza no es nada, pero a él lo alcanzó un palet cargado de un millón de cajas desarmadas. Y sobrevivió de milagro. Ahora, quería deshacer ese milagro.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El calor del invierno - Cuento

¡Hola, lector misterioso! Dejo un cuento por si ansía leer. En este caso, uno obscuro (sí, con "b") que relata una época abiertamente obscura de nuestra humanidad a través de la historia de una familia humilde. Tenga la luz prendida... Bueno, no para tanto. Lo cierto es que uno puede sentir el calor, ese calor que surge desde adentro, incluso en pleno invierno. Así y todo, espero, disfrute.

El calor del invierno

Para Saad, la madre, y sus hijos, Kii y Grant, las noches del martes, las tardes de los miércoles y las mañanas del jueves, servían para mantener ardiente la llama de la esperanza, dónde su padre pendenciero dejaba, sin saberlo, que sus sueños se entrelacen con las historias de la Sehrestra.

Oriundus era el esposo de Saad y padre de sus chicos, Señor para algunos pero no para mí, y creía firmemente que sus defectos no eran obstáculos a sus objetivos. Estaba en absoluto convencido de que los podría controlar a gusto más adelante. Era el líder de la familia Oriundus, no el sostén, puesto que a duras penas aportaba a la economía. Oriundus pensaba que nada cambiaría, mejor dicho, había pensado así, pero no supo que su familia había entrado al sopor que provoca el calor del invierno, el de la Sehrestra.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Grupo Eterno S.A. - Cuento


¡Hola, lector misterioso! Va mi primer publicación en este blog de un cuento de ciencia ficción. Nos ubica en un futuro no muy lejano en una sociedad totalitarista y autoritaria dónde existen los bancos temporales,
en los cuales el dinero puede cambiarse por tiempo y el tiempo por dinero. Esa es la premisa.
Espero, si se anima a leerlo, disfrute.


Grupo Eterno S.A

La ociosa espada

sueña con sus batallas.

Otro es mi sueño.

J. L. Borges


- Su saldo será acreditado a la cuenta de Instantes Acumulados para su posterior disfrute, cuando quiera y donde quiera. Gracias por elegir “Eternitas”, su banco temporal de confianza. ¡CLANK! - la voz femenina de la máquina se apagó con un ruido metálico.

El viejito que manejaba el cajero quedó libre para otorgar su primer lugar al siguiente en la fila, un hombre gordo y alto con uniforme naval. En la etiqueta de su nombre se leía: Capitán Izmo. Pero él sólo era ahora la cabeza de la serpiente formada por la seguidilla de humanos parados uno tras otro, que excedía ampliamente la caja de zapatos blanca que hacía de hall receptor del banco de tiempo de “Grupo Eterno S.A.”

Ferche analizaba el entorno minuciosamente, no quería perder detalle. Aparecía en su mente la madre postrada en un hospital, no cualquiera no, del mismo grupo que el banco.

Los pisos brillaban, las paredes tintineaban, la puerta doble de vidrio polarizado y la máquina de atención al cliente rompían con la secuencia de laca lustrada indefinidamente. En el techo asomaba una semiesfera observadora, último modelo en artículos de seguridad corporativa, ésta no se perdía de nada y, encima, se puede elegir cualquier ángulo de visión. Al lado de la puerta, el custodio, aparentemente el único personal humano de la sucursal, dormitaba sobre un banquito de cristal, con su flamante uniforme blanco-plateado con dos “N” repetidas a la altura del pecho y debajo de su nombre la firma estilizada de Grupo Eterno.


jueves, 9 de septiembre de 2010

El adefesio y vos - Cuento

¡Hola, lector misterioso! Envío otro cuento al espacio para que levite por ahí dónde no haya gravedad. "El adefesio y vos" es un cuento en segunda persona que, como mínimo, busca ponernos en un lugar incómodo a través de la interpelación. Espero que aterrice en ¿buen? terreno.
Hasta el próximo.
El adefesio y vos

Habías comenzado a actuar raro sin darte cuenta, no fue de un día para el otro como comentarían después, sino que para vos fue tan gradual (asquerosamente gradual, si se me permite) que llegaste a ser algo que no sabías que eras y que, por extensión, no sabías que podías llegar a ser. Pero lo eras y, claro, lo sos.
Habitabas un sucuchito lindo, como te gustaba decirle, en el corazón de la capital, insertado en el mundo pero muy lejos de él, relacionante poco y nada con los demás seres cercanos, rogando a la providencia que no se te acerque nadie a no ser que sea soberanamente funcional a un asunto importante. Por esa época estabas terminando la carrera de abogacía, a los ponchazos diría Mabel, pero dándole como nunca al estudio que tanto te hizo parir en estos últimos nueve años.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cerrado por duelo - Cuento


¡Hola, lector misterioso! Lanzo un cuento que fue publicado una vez anteriormente en el primer número de la revista digital "Modesta", de Aurinko Sunshine, que podría ojearse sin necesidad de mojarse la punta de los dedos para cambiar de página, sólo hay que hacer click aquí.
O leálo aquí abajo, que más da. Como sea, espero, disfrute.

- Cerrado por duelo -


Todos, supongo, conocen el año en que nacieron. Todos excepto yo. Y lo que es aún peor: siempre supe el año en que iba a morir.

Cuando digo “siempre” quiero expresar que lo sé desde que nací, que no sé cuando fue. No tengo ni una aproximación. Algunos me dan 40 años de edad, otros 24, ciertas personas me ven lento y senil. Disparidad de percepciones, incluso desde mi punto de vista. ¿Hace 30 años que me casé, sólo 5 o soy recién casado?

martes, 17 de agosto de 2010

El intercambio - Cuento

El intercambio


El bolso reposaba sobre sus piernas, envuelto por brazos protectores que prevenían cualquier lógica física que pudiera intervenir con el andar del colectivo en el que viajaba, o, aun peor, a la injusta lotería de la mala suerte en la cual fuera el ganador y entonces víctima de una detención bajo la incesante actitud invasora: “¿Qué lleva ahí dentro?”.
La paranoia era un sentimiento que fluía dentro de su cuerpo al triple de velocidad que su sangre. La hipersensibilidad que producía el estado de alerta se vería eclipsado al instante si cualquier superior lo detuviese a indagarlo.
Ni atreverse a andar en grupos, con otra gente, mirá si alguien sospecha, mirá si comentan y te paran. De a más de tres nunca, parejas hasta ahí. Nacer anacrónico a la época de su juventud rozaba el rótulo de maldición. No poder -porque ese era el tema- no podía ser como él era, ni imaginar ser lo que deseaba.
Algunos los enterraban; otros decidían borrar sus huellas con el imparcial fuego que todo lo quema sin distinción. El decidió intercambiarlo. La esperanza era la de un ligar casi utópico donde el objeto pueda mantener su esencia y ser lo que fue pensado que sea. Necesitaba un lugar donde el polvo se esconda en el polvo, donde la oscuridad logre envolverse a sí misma, donde el tiempo flote como una dulce neblina vaporosa para luego penetrar de a poco en los seres y objetos, y transmutarlos.
Si verticalmente el futuro del joven no le acaecía, la vivencia horizontal no era tampoco confortable. La gente salía cada vez menos -el miedo se pasaba de mano en mano- las caras de derredor no eran precisamente cortas. Todo lo contrario al mundo intrapersonal del casi hombre, al que bombardearon de preguntas sobre que quería ser cuando fuera grande, y cuando todavía no lo era, la paleta de posibilidades se limitó a los colores primarios.
Aferró para sí la preciada carga que lo condenaba, no por maldad en su sentido más mundano, sino por subversión, por el pensar divergente, por negarse a seguir los pasos de una receta estrictamente amarga. Sus padres aceptaban esa dieta implantada por un capricho gastronómico de lo más autoritario, y vivían los días como individuos individualistas, restringiéndose incluso el uno del otro, en la rutina más simple que puede admitir la de casa-trabajo, trabajo-casa.
En su destino lo esperaba una chica –lo sabía- con un soporte equivalente al que el llevaba, pero contenedor de un universo distinto con leyes propias. La prohibición alentaba las ganas de engullirlo.
El colectivo se detuvo completamente. El chofer anunció que se encontraban en la última parada del recorrido. El joven bajó sosteniendo su bolso contra su pecho y empezó a caminar los metros que lo separaban de su destinatario en movimiento. No debían permanecer en un mismo sitio. Había que caminar, intercambiar en movimiento continuo y no mirar hacia atrás.
Tan dentro suyo repasaba el plan que no advirtió la figura portentosa que militaba el lugar, hasta que lo detuvo y le dijo…
No entendió la palabra, que curiosamente estaba en plural pero remitía a un solo objeto. Inconscientemente el muchacho abrió su bolso, metió la mano y revolvió un poco. Al instante le tendió al superior una pequeña encuadernación que profesaba su identidad.
El hombre la examinó con detenimiento y le dijo palabras que pudo escuchar:
- Continúe civil, y no se desacate.
El joven caminó sobre el aire hasta que pudo alejarse del centinela lo suficiente. No podía creer que su bolso no había sido revisado hasta encontrar el objeto que lo incriminaba y haría que lo desaparezcan.
Continuó caminando para efectuar el intercambio de placeres, de historias, acontecimientos, de saber.
Después de muchos años recordaría con pesar el horrible escándalo que hacían en el régimen para manejarlo a uno, para troncar sus pensamientos y volverlo amanuense como a sus padres. El extremo de llegar a convertir en un hecho delictivo algo tan común, tan bello y tan inocente, como intercambiar libros.

sábado, 7 de agosto de 2010

La vida en un día - Cuento

¡Hola, lector misterioso!
Publico por primera vez un cuento de ficción, inédito, que escribí este año. Espero que lo disfrute. Acá va:

La vida en un día

Salí del departamento temprano por la mañana. Al principio trastabillé un poco hasta tomar ritmo con pasos firmes, agarrando derecho por la vereda de la ciudad atestada, hacia delante. La gente se cruza una a otra, adversa de entrelazar sus vidas.
Camino (porque es lo que tengo que hacer), paso la farmacia azul y blanca y llego al bar de la esquina, el pintoresco. Me engancha el semáforo en rojo, nada raro, espero su señal de seguir adelante.
Hace un día soleado, despejado.
En la cuadra siguiente, la cerrajería está cerrada y la joyería está abriendo. Hay niños jugando en la placita de enfrente. Los porteros de siempre me saludan con un movimiento de cabeza y baldean, o barren, o charlan, o hacen de porteros. Yo ando y hago de transeúnte.
El kiosco colorido expone sus golosinas abierto de par en par. Más allá está el supermercado con el hombre que pide en la puerta, al lado la florería escupiendo olores y una modesta librería con un escaparate atrasado. Del lado de enfrente está el cine “Albatros”, que se cae a pedazos de a poco.
Traspaso otro kiosco idéntico al primero. Me llaman los dulces: los escucho. El terreno baldío que le sigue es un espacio verde que está latente, espera a ser devorado por la metrópolis, aunque aparenta que el dueño no sabe lo que cotizan las propiedades hoy en día. Mientras pienso esto, una lata se encuentra en el paso, me dan ganas de patearla y lo hago. Corcovea girando y se va a un lado de la vereda. Pongo las manos dentro de mis bolsillos.
Paso a paso, llega la farmacia azul y blanca con su farmacéutico al que veo de refilón a través de los vidrios, parece cansado de atender a todo un tropel de clientes ansiosos.
El bar pintoresco de la esquina me agarra desprevenido cuando volteo la cabeza hacia delante, lo que hace que casi choque a un señor medio borracho. Al parecer estaba siendo echado (sutilmente) de su noche abolida, condenado a vagar hasta la próxima oscuridad, ahora el bar se dedica a dar de comer a los hambrientos con dinero y poco tiempo.
El rojo del semáforo me detiene por convención, permite la marcha lateral de seres metálicos transportadores de cuerpos de carne. Autos. Máquinas que maneja el hombre y nunca me animé a operar yo mismo. La espera es lo que corresponde y me convierto en esperador. Amarillo luego verde en el aparato.