miércoles, 25 de agosto de 2010

Cerrado por duelo - Cuento


¡Hola, lector misterioso! Lanzo un cuento que fue publicado una vez anteriormente en el primer número de la revista digital "Modesta", de Aurinko Sunshine, que podría ojearse sin necesidad de mojarse la punta de los dedos para cambiar de página, sólo hay que hacer click aquí.
O leálo aquí abajo, que más da. Como sea, espero, disfrute.

- Cerrado por duelo -


Todos, supongo, conocen el año en que nacieron. Todos excepto yo. Y lo que es aún peor: siempre supe el año en que iba a morir.

Cuando digo “siempre” quiero expresar que lo sé desde que nací, que no sé cuando fue. No tengo ni una aproximación. Algunos me dan 40 años de edad, otros 24, ciertas personas me ven lento y senil. Disparidad de percepciones, incluso desde mi punto de vista. ¿Hace 30 años que me casé, sólo 5 o soy recién casado?

Desde que mi actual esposa dijo “Sí, acepto” al pie del altar su reloj biológico se estropeó al instante (creo que “el instante” es la única referencia vívida del cronos conocida por mí, el presente reciente) es como si los engranajes de su reloj se hubieran trabado con una de las piedritas de mi karma o como si alguien lo hubiera sumergido en las profundas aguas de mi tragedia.

Las salas de espera son un sitio muy curioso para mí: nunca sé si estoy en ellas unos minutos o si realmente pasé años dentro, mirando interminables títulos encuadrados, hojeando viejas revistas de chimentos una y otra vez o comentando “lo loco que está el tiempo” (valga la redundancia) con los compañeros deseantes de ser los próximos.

No hay sucesión, ni devenir. Mi vida es un laberinto temporal. Laberinto que confluye hacia el centro del año en vigencia, el año de mi muerte. Según los medidores de tiempo queda muy poco para que termine el año, menos de 11 meses. Con mucho empeño, me dediqué a hacer un cartel pintado a mano del que estoy orgulloso. Varias lunas pasaron por encima de mi adorado negocio hasta que lo terminé. Con letra floribunda y fileteada, escribí Cerrado por duelo. Por mí duelo, claro está, mi futuro desfallecer era un duelo para mí, luego lo sería para otros.

Puede parecerles irónico, no me importa si es así, pero de alguna forma uno termina dedicándose a las cosas menos pensadas. El cartel estaba en la puerta de mi relojería, cerrada bajo candado. Vendía aparatos que no eran útiles para mí, pero a la gente le interesaba ver los raros artefactos que poseía, los más extraños (relojes de pie, con formas fáunicas, fluorescentes, antiguos, de arena, clepsidras, por supuesto cucús y un extenso etcétera). Un artefacto inútil por lo menos tiene que ser estético y agradable a los ojos. Disfrutaba de los tic-tac inconstantes, que iban y venían, nunca parejos, ora lentos ora rápidos. Curiosos artilugios, muy curiosos.

Por suerte los medios no hicieron mucha referencia a lo que ocurría. Claro que nadie creía realmente lo que me pasaba, lo máximo fue una pequeña nota en el diario haciendo referencia al cierre de la relojería «Chronos» por “la insuficiencia mental de su dueño Paco Pomecio Mitsé”. Y me toca ser el aludido, ser el que nadie quiere sentir ser, ni imaginarlo, para qué, si siendo lo que son, son felices y el resto que se pudra. O que se muera, como me tocaba justamente vivir. Vivir la muerte.

Mi esposa lloraba cada vez que empezaba un nuevo día, y los sollozos eran más fuertes porque las fiestas de fin de año estaban por llegar, el espacio siempre le gana al tiempo, o por lo menos en mi caso, y el entorno estaba cubierto ahora por colores brillantes, lucecitas intermitentes, todo con vestigios de verde, rojo y dorado.

Inminente, irreversible. Así dicen que es el tiempo. Tenía que morir antes de fin de año.

Fiesta, familia reunida. Cada cierto lapso preguntaba si era Noche Vieja. Incluso mi sobrino de 3 “algo” (no estoy seguro de que sean años, quizás sean lustros o décadas) me decía “No, esta noche no es «vieja», es «buena»”. Y no morí ese día, ni en Navidad.

Con mi esposa vivimos los días que me quedaban felices, sin preocupaciones. Hicimos tantas cosas, más cosas de las que hubiésemos podido hacer en la vida entera: viajamos por el mundo, escribimos nuestras memorias unidos, leímos y vimos miles de libros y películas. Una hermosa despedida para poder irme en paz de este mundo que gira y gira sin sentido.

Morí, claro. No estaría contando esto si no fuera así. El choque provocado a la comunidad, sumida en sorpresa, se fue corriendo de casa en casa. “Parece que tenía razón, Mitsé estiró la pata”. La gente paró sus festejos de Año Nuevo para ver qué ocurría en la (ahora) casa de la viuda de Mitsé. La situación ameritaba que dos de los más prestigiosos doctores hicieran la autopsia para determinar la hora exacta de mi muerte. No se pudieron poner en común acuerdo. Su estricta profesionalidad dejó constancia de mi muerte de esta manera: “El Señor Pomecio Mitsé, alias Paco, ha fallecido entre las 23:59 del año pasado y las 00.01 del año nuevo.”

Y ahora, aquí, no existe el tiempo, y eso es muy bueno. Soy el único que ya viene preparado para soportarlo de entrada. No existe la espera, no hay medidores de tiempo, ni antes ni después.

Creo que en vida, al final, al principio, en su conjunto, uno sabe de alguna manera “el año” en que va a morir, tan sólo por tener la real certeza de que morirá algún día.

Eterna ambivalencia, siempre será, la cuestión de mi defunción. No sé sí morí en el pasado, presente o futuro. Sin embargo, mi teoría es que desfallecí en una conjunción de los tres que, a su vez, no es ninguno de ellos. Pero después de todo, podría decir, que no sabía el año de mi muerte, en realidad, porque morí fuera del tiempo. Y no es porque yo haya sido un ser extraño, sino porque la muerte es igual, o aún más, extraña. Es que claro, aparentemente, la Muerte todavía no se ha conocido con el Tiempo.


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