jueves, 9 de septiembre de 2010

El adefesio y vos - Cuento

¡Hola, lector misterioso! Envío otro cuento al espacio para que levite por ahí dónde no haya gravedad. "El adefesio y vos" es un cuento en segunda persona que, como mínimo, busca ponernos en un lugar incómodo a través de la interpelación. Espero que aterrice en ¿buen? terreno.
Hasta el próximo.
El adefesio y vos

Habías comenzado a actuar raro sin darte cuenta, no fue de un día para el otro como comentarían después, sino que para vos fue tan gradual (asquerosamente gradual, si se me permite) que llegaste a ser algo que no sabías que eras y que, por extensión, no sabías que podías llegar a ser. Pero lo eras y, claro, lo sos.
Habitabas un sucuchito lindo, como te gustaba decirle, en el corazón de la capital, insertado en el mundo pero muy lejos de él, relacionante poco y nada con los demás seres cercanos, rogando a la providencia que no se te acerque nadie a no ser que sea soberanamente funcional a un asunto importante. Por esa época estabas terminando la carrera de abogacía, a los ponchazos diría Mabel, pero dándole como nunca al estudio que tanto te hizo parir en estos últimos nueve años.

Abogado. ¿Quién lo hubiera dicho? Se te veía decidido, sí, cuando decidiste dejar el pueblo, pero por lo bajo los viejos le apostaban a que volvías, como mucho, al año de irte. Bueno, nosotros también dudamos un poco, qué querés, la gente no te cambia así de un día para el otro y, sin embargo, ahí estabas, largando a la mierda el estilo de vida pasado, subiendo despacio los escalones del tren en la estación de  “Los arrayanes”. Nosotros abajo esperando a que des la media vuelta, pero no, claro que no: partiste. Siempre fuiste el diferente dentro de los diferentes.

¿No te miraban raro? En serio, mirame a mí los ojos y decime que no te miraron raro en ningún momento. ¿Y qué esperabas? Con ese aspecto que no favorece ni a un muerto, bajito y rechoncho, con un rostro cadavérico a pesar de tu obesidad enana, con ese pelo grasiento que en la capital está tan mal visto.

Por eso te limitabas a hacer lo tuyo sin molestar a nadie. Excepto a Mabel que la llamabas diariamente por las noches… No sabías que “Mabelita” me contaba cada palabra que le proferías bajo esa vocecita de condenado que te gusta poner para que la gente sienta empatía por vos, qué asco. Te pusiste hace mucho vos mismo la etiqueta en la espalda de “yo no elegí venir a este mundo” y vivís tu existencia como si el mundo fuera tu cárcel y cada nuevo día un palito para tachar en la pared de cemento hasta que seas liberado de esta prisión corpórea.

Ya te recibías. Casi. El abuelo decía que uno siempre paga y las cosas por algo son, habrás salido endemoniado por eso. Feo como vos solo. ¿Y yo qué? Al menos me acepto como soy. No pretendo llegar a ser abogado y fracaso en el intento, no. Eso es querer ser lo que no sos, hermanito. Por suerte los hechos me dieron la razón. Apareció “el adefesio”, ¿te acordás? No lo querías admitir. No, no. Te fueron superando los hechos. Sí, sí.

Por las noches, después de cortar el teléfono de tu conversación con Mabel, te ibas a la cama lleno de pensamientos sucios, de qué otra forma, y comenzabas a oir un rasquido proveniente de la alacena, al principio leve, pero como te entredormías se te mezclaba en sueños y empezaba a taladrarte. Rasca, rasca, rasca, ¿Será una cucaracha? ¿Será una rata? No. Sabías que se trataba de algo más, de eso que no se habla, lo que viene a buscarte un día para hacerte pagar con creces.
Y Mabelita te consolaba por teléfono: “No te preocupes, querido, no debe ser nada”, “Poné de ese veneno que venden y santo remedio”. Cuando uno sabe lo que se merece, también sabe que hablarlo con las demás personas no va a aliviar la pena. Encima sabiendo que Mabel es una mujer grande, y bien podría ser tu madre fallecida, estoy seguro que pensabas cochinadas con ella. “¡Mabelita, Mabelita, no puedo dormir!”. Asco, sucio, deforme.

De día te pasabas entre los apuntes de leyes y derechos, como si pudieran llegar a entender un tipo de orden humano, tratando de concentrarte en lo que leías cuando de nuevo y con la luz solar escuchabas que algo (y ya sabías qué era) merodeaba por tu monoambiente sin que te atrevieras a abrir la alacena. Y la alacena dejaba salir sonidos que ya no eran sólo rasquidos, se podía oír un zumbido a veces, ese que por las noches te hacía revolcar de nauseas en la cama y esos soniditos guturales de día que tratabas de bloquear moviéndote para adelante y para atrás repitiendo la frase mágica: “es sólo mi imaginación, esto no está pasando…; esólo mimaginación, esto noestápasando…; ¡esólomimaginaciónestonoestápasando…!”. La vergüenza de la familia.

Mabel notaba tu desesperación creciente. No es tonta, por algo tendrá otro apellido al nuestro, del lado de mamá. Y como yo la visitaba seguido fui el elegido para ir a visitarte a la capital y ver si podía “darte de respirar nuevos aires”, que pobrecito él (engendro feo del demonio) necesita un descanso.
Viajé en el mismo tren que te tomaste hace siglos. Llegué, como predestinado, a un lugar que sabía no era nuestro, ni tuyo ni mío, y me mandé a ese edificio enorme lleno de cajas de zapato dónde se agolpan los humanos. Me detuve en la puerta, no la toqué. Directamente la abrí. ¿Y qué encuentro? Nadie. Cobarde, lastimero, canalla. Seguro habías partido para no verme la cara, sabía que Mabel te dijo que iba a ir a verte. Huiste.

El departamento estaba hecho un desastre. Papeles por todas partes, comida podría en la mesada, tierra, suciedad y olores que para qué describirlos. Conocés la mugre que es como una hermana para vos. Y me acordé de tus miedos provenientes de la alacena. Agucé el oído para sentir al adefesio. Escuché un suave murmullo dentro, una criatura emitiendo gemiditos indefensos.

No dudé en abrir, no soy cobarde, abrí las dos puertas a la vez, apartandome de horror a semejante espectáculo. Asco, sucio, feo. Sos todo lo que no se nombra. Estabas ahí, cerdo, acurrucado en vos mismo, como un feto extraído del útero antes de tiempo, chupándote el dedo con un ahínco especial. Ni me reconociste. A pesar del odio, adefesio, tuve que hacerme cargo. Siempre cargando con la mierda de los demás.

Ni hablar que tu Mabelita te acojió sin pensarlo y te cuida como si fueras un animalito quebrado que se va a curar un día y saldrá caminando como antes por el parque. Yo creo que vas a ser lo que siempre fuiste. ¿Y sabés qué? Te lo cuento y me voy a la cama, por última vez: vas a estar así hasta que cumplas con tu condena en esta tierra. Conmigo, con Mabelita. Todos condenados.

1 comentario: