lunes, 1 de noviembre de 2010

El calor del invierno - Cuento

¡Hola, lector misterioso! Dejo un cuento por si ansía leer. En este caso, uno obscuro (sí, con "b") que relata una época abiertamente obscura de nuestra humanidad a través de la historia de una familia humilde. Tenga la luz prendida... Bueno, no para tanto. Lo cierto es que uno puede sentir el calor, ese calor que surge desde adentro, incluso en pleno invierno. Así y todo, espero, disfrute.

El calor del invierno

Para Saad, la madre, y sus hijos, Kii y Grant, las noches del martes, las tardes de los miércoles y las mañanas del jueves, servían para mantener ardiente la llama de la esperanza, dónde su padre pendenciero dejaba, sin saberlo, que sus sueños se entrelacen con las historias de la Sehrestra.

Oriundus era el esposo de Saad y padre de sus chicos, Señor para algunos pero no para mí, y creía firmemente que sus defectos no eran obstáculos a sus objetivos. Estaba en absoluto convencido de que los podría controlar a gusto más adelante. Era el líder de la familia Oriundus, no el sostén, puesto que a duras penas aportaba a la economía. Oriundus pensaba que nada cambiaría, mejor dicho, había pensado así, pero no supo que su familia había entrado al sopor que provoca el calor del invierno, el de la Sehrestra.

La cabaña donde vivían los Oriundus era pequeña, aunque muy acogedora y cálida en su interior, tal sucucho soportaba de manera heroica el cruel invierno que afuera amenazaba, y que hábilmente penetraba por cualquier hendija que encontraba, trayendo frío y preocupación.

Mientras tanto el trabajo acontecía, indispensable era, día tras día, conseguir leña recorriendo los altibajos de los montes y viajar hasta la ciudad para abastecerse con algo de dinero y víveres. Poco tiempo quedaba, entonces, para las deseadas prácticas y desarrollos de las afinidades y talentos que contenían los Oriundus.

Saad estaba retazando varias ropas en desuso con el fin de tapar cada una de las rendijas de la cabaña y preparaba un guiso que crepitaba en una olla dentro de la chimenea, encima de la estimada fuente de calor del hogar. La última nevada se había llevado con su venida cualquier hálito de candidez y armonía entre los congéneres que, encima, al pasar de las milésimas los roces crecían con creces e indefinidamente. Enclaustrados transitaban bajo el efecto del desamor, Saad siempre lo decía. Acorde trabajaba, en su cabeza afloró la pregunta que estaba allí guardada: ¿cómo sería aquello que tanto esperaba que llegara algún día? La esperanza la hinchaba y la incitaba a moverse, puesto que siempre, se dice, llega la primavera.

Las historias de la Sehrestra, los lunes a la mañana, la encaminaban en su vida.

Ni siquiera el más chico, Kii, gozaba de la libertad de su niñez, preso de los quehaceres que sus pequeñas manitos podían realizar, y su mente no osaba en imaginar una mañana en el parque o una tarde de juegos. Duros azotes, su corazón, ya no quería más.

Las historias de Sehrestra, los martes a la noche, lo mantenía en vilo.

Tampoco podía hacer demasiado por su hermano mayor, al que le decían Grant, que moría poco a poco en un empleo atroz, el único que pudo conseguir con su condenada “escasa experiencia”: picar carbón en la mina de Kingston. Sus jóvenes pulmones estaban corroídos por el silicio, trayéndole problemas respiratorios.

Las historias de Sehrestra, los miércoles a la tarde, redefinían su fe.

Minimalista era la manera en que vivían, de seguro y no es ufano, el malgaste del tiempo era vívido, puesto que aunque hacían cosas muy útiles y valoradas para subsistir, su talento permanecía estancado. Derrochaban tales atributos, todavía escondidos, en mundanas vidas despojadas de dicha. En definitiva, el pasar se les pasaba, y lo que les quedaba, se le escapaba. Bajar la vista era el primer paso para dejar de pisar el pantano, decía la gran Sehrestra.

- Bueno muchachos, el guiso está listo.- anunció Saad a sus hijos para que se reúnan en torno a la mesa. Atentos fueron, se encontraban de verdad muy hambrientos, y el guiso que preparaba Saad era un manjar, y así corrieron como viento a la marea y se sentaron ansiosos.

Grant estaba próximo a servirse su plato, destapando la olla, pero antes de que concluyera, recibió una reprimenda de Saad:

- Hay que esperar a la “deidad” de la casa, triste siervo- se burló irónicamente la mujer- no oséis comer antes que Él.

Lo máximo allí era el respeto, aunque no era aquél otorgado con alegría, por el placer y deber de cometerlo, sino por el miedo a la opresión, como en un régimen autoritario.

Al instante, sonó la puerta de entrada y un hombre se hizo escuchar, resonante:

- La oscuridad yace en mí, desparramada como basura en mi interior. Volverse a mirar el pasado es infierno, mas el futuro es aún peor: su negrura es imposible de disipar. Debo redimirme a mi pesar – respiró hondo y continuó-. El peor sentimiento de inutilidad, es el de no haber podido saber aplicar mis talentos.

Con su gastada gacetilla, Oriundus entró cabizbajo, se quitó su gorra de lana, que fue recibida fugazmente por Kii, el pequeño. Saad se incorporó y tomó su abrigo, no esperaba encontrar algún buen cumplido por mantener el escaso calor de la morada o por la célebre fragancia de su guiso.

Lo que siguió a ello fue irremisiblemente mecánico: sentarse, servir el guiso, una y otra vez llevar la cuchara del plato hacia la boca, servir nuevamente y continuar el ritual. Oriundus parecía ido, cómo si no hubiese cambiado de ambiente o lugar, cómo si no hubiese nadie a su alrededor. Su rostro parecía congelado, llevaba una expresión insulsa y desteñida. Las arrugas rodeaban su boca y ojos, otorgándole algo de sombra a su cara pálida que se pronunciaba en una larga pera. Saad, Kii y Grant lo observaban y comían en silencio.

Y así era la completa existencia de la desdichada familia.

El día en que el inspector de Kingston irrumpió en su hogar, investigando la larga ausencia de Oriundus en el trabajo y el pueblo, se encontró con la familia restante alrededor de un muñeco de trapo. El cuerpo de Oriundus yacía en un sillón con una macabra mueca en su rostro helado. “La marca” estaba dibujada a cortes en la piel, la misma marca llevada por el muñeco idolatrado.

Saad, Kii y Grant se reunían devotos alrededor del extraño objeto, al que admiraban absortos, como si éste poseyera algún hálito de vida.

El sátiro cuadro familiar le daba escalofríos al inspector, que no fue detectado por los seres que aún vivían.

- Contá una historia amada Sehrestra y salvanos de nuestro mal. – dijo Kii.

- Tus descripciones transforman lo cotidiano e inundan tus versos de alegría nuestros corazones. – continuó Grant.

Y la madre remató:

- La realidad que nos traes es mil veces más bella que la actual. Creímos que nuestro presente sería mejor eliminando al insensible pero nuestra fortuna se ha hundido en más bajo de los pozos. ¡Respondenos, oh, sabia Sehrestra!

Saad irrumpió en llanto. Parecía que su desesperado pedido no encontraba respuesta alguna. El inspector tomó las riendas del asunto y agarró por el hombro a la mujer que se sorprendió de su presencia.

- Ustedes tres deben acompañarme.

Los ojos muertos de Oriundus aún brillaban con la luz del fuego del hogar y la mueca siniestra parecida a una sonrisa que quedó plasmada en su boca, era rastro de lo irónico de la situación. Manchas de sangre salpicaban en lugar.

Al otro día, a la madrugada, los encontré en la celda esperando tristemente el devenir de los acontecimientos. Llegué con mi Biblia y tres rosarios que entregué a cada uno de los acusados.

- Nosotros no creemos en esto- dijo Grant, y arrojó el crucifijo a mis pies.

- No sabes lo que haces,- dije con calma- en este momento les vendría bien creer en cosas reales: he venido a darle la extremaunción a Saad.

El horror atravesó la cara de la mujer que abrazó a sus hijos.

Y el pequeño Kii habló:

- ¿Qué es estremación?

Yo, sin más, procedí con el último de los sacramentos, sobre aquella mujer que en un momento había creído y perdió la fe. No podía hacer más que liberarla de las ataduras pecado, de las trampas del demonio. Nos quedamos hablando casi el día entero, donde me contó la mayoría de los hechos que aquí relato.

No voy a olvidar jamás la explicación que me dio sobre el hecho atroz:

- El frío nos mantenía dentro de nuestros cabales. Lo único que hizo el calor de la Sehrestra fue desnaturalizarnos, sacar lo que estaba latente pero congelado dentro de nosotros e incitarnos a actuar de manera animal.

Lo odiamos, el sentimiento carcomió nuestros nervios, y el calor nos despojó de las ataduras. Por eso terminamos con este asunto con sangre; con muerte. Bajo las órdenes de la Sehrestra.

Me estremezco al transcribir con mi sagrada pluma estas horribles palabras. Los niños hoy viven en el orfanato de la iglesia, pronto adoptarán al más pequeño. Los hermanos quieren volver por el trapo inmundo al que llaman “Sehrestra”.

Saad fue quemada en la hoguera por brujería, el 6 de Junio de 1482, bajo las órdenes de la Inquisición.

No hay comentarios:

Publicar un comentario