La tinta tienta tanto a tantear la tela cual tinto testado y tibio en tarde con tesura.
lunes, 6 de diciembre de 2010
Cacofonía literal #006
lunes, 29 de noviembre de 2010
El fin del mudo - Cuento
«EL FIN DEL MUDO»
Jonás Guido Landi era mudo e infeliz. No siempre había sido así. Es que en ese momento estaba postrado en una silla de ruedas, doble incapacidad, debido a un accidente en la fábrica de cajas. Ser mudo, no tener voz propia característica, siquiera poder comunicarse con otros a través de palabras, gruñidos, onomatopeyas... Su cabalidad había superado cualquier barrera sí, hasta que un día se dejó estar.
¡Tiririri rín!- sonaba su campanita dorada desde la habitación llamando a su esposa Clara.
Nada. Al parecer la mujer no había vuelto de la farmacia, de su farmacia. Jonás la había construido con el sudor del esfuerzo, por culpa de eso ahora estaba así, en la silla de ruedas. Una caja armada que cae sobre la cabeza no es nada, pero a él lo alcanzó un palet cargado de un millón de cajas desarmadas. Y sobrevivió de milagro. Ahora, quería deshacer ese milagro.
viernes, 12 de noviembre de 2010
Cacofonía literal #005
lunes, 1 de noviembre de 2010
El calor del invierno - Cuento
El calor del invierno
Para Saad, la madre, y sus hijos, Kii y Grant, las noches del martes, las tardes de los miércoles y las mañanas del jueves, servían para mantener ardiente la llama de la esperanza, dónde su padre pendenciero dejaba, sin saberlo, que sus sueños se entrelacen con las historias de
Oriundus era el esposo de Saad y padre de sus chicos, Señor para algunos pero no para mí, y creía firmemente que sus defectos no eran obstáculos a sus objetivos. Estaba en absoluto convencido de que los podría controlar a gusto más adelante. Era el líder de la familia Oriundus, no el sostén, puesto que a duras penas aportaba a la economía. Oriundus pensaba que nada cambiaría, mejor dicho, había pensado así, pero no supo que su familia había entrado al sopor que provoca el calor del invierno, el de
lunes, 18 de octubre de 2010
Matar al matadero - Caligrama
Matar al matadero
Dejo los cables de mi artefacto un momento y, sin olvidarme de mi té de hierbas, camino hacia la ventana al descubierto que me atrae la atención y me distrae como una verdad que está para ser vivida a través de los sentidos.
El cielo celeste me provoca preguntas y las nubes blancas me dan respuestas.
Hay pájaros sobrevolando por sobre el mundo de humanos que atiende a la nada y siguen su curso hacia ningún lugar.
La autopista se ve claramente, en un ir y venir infinito de burbujas metálicas en el cual la fragilidad se alberga en forma antropomorfa yendo o viniendo a todos los lugares y a ninguno a la vez.
Es una suerte que ciertos árboles quietos mantengan la calma ante tanto fragor y no desesperan nunca radiantes de verde, con la vital tarea de mantener a los demás seres aeróbicos creciendo.
Más cerca están los postes de corriente zumbando, trabajando en lo suyo con una firmeza magistral, en un continuo fluir de electrones que alimentan al sedentarismo. Distintos del sol amarillo que llena los rincones con sus partículas sanas de luz generadora de vitamina D.
Y en diagonal a la izquierda está, claro, el edificio asesino. Erigido orgulloso y recto, sumido en la forma rectangular en la que se petrificó la idea de matar animales inocentes. El matadero.
El recorrido de la vista confluye nuevamente a volver a los cables y ganas. Tengo que terminar el artefacto pronto. El edificio intruso debe volar y convertirse otra vez en idea, una atroz, sí, pero idea al fin.
La matanza terminará, el río de
metal se secará y el celeste-
verde-amarillo volverán
a ocupar su lugar en
la vista de mi
venta-
na.
jueves, 7 de octubre de 2010
Igualdad de condiciones
Siento el impulso de tomar tus manos en signo de negar la desgracia de abandonar que me condena (las tazas de café a medio tomar, mis ganas de hacer que no llegan a ver la luz, tus labios con otros que ni a mí me importa), reprimo el impulso y sólo llego a rozar tus finos dedos de cemento y me sonríes, como si el contacto insulso valiera un hálito ínfimo de correspondencia. Caminas deslizándote quién sabe a dónde, desfasada del mundo. El apuro está ausente de tus ojos, no deseas llegar, comer, volar. La compatibilidad de aguas frías te resbala, prefieres el vapor y los sueños compartidos. Mi incertidumbre no deja de zumbarme alrededor, me aleja de ti como bala de cañón, oscurece el devenir con ausencias y hielo. Y tú, adivinándome, te acercas confidencial a mi oído y con tu aliento de caracol me dices: “yo también estoy muerta”.
viernes, 1 de octubre de 2010
Cacofonía literal #004
lunes, 27 de septiembre de 2010
Grupo Eterno S.A. - Cuento
La ociosa espada
sueña con sus batallas.
Otro es mi sueño.
J. L. Borges
El viejito que manejaba el cajero quedó libre para otorgar su primer lugar al siguiente en la fila, un hombre gordo y alto con uniforme naval. En la etiqueta de su nombre se leía: Capitán Izmo. Pero él sólo era ahora la cabeza de la serpiente formada por la seguidilla de humanos parados uno tras otro, que excedía ampliamente la caja de zapatos blanca que hacía de hall receptor del banco de tiempo de “Grupo Eterno S.A.”
Ferche analizaba el entorno minuciosamente, no quería perder detalle. Aparecía en su mente la madre postrada en un hospital, no cualquiera no, del mismo grupo que el banco.
Los pisos brillaban, las paredes tintineaban, la puerta doble de vidrio polarizado y la máquina de atención al cliente rompían con la secuencia de laca lustrada indefinidamente. En el techo asomaba una semiesfera observadora, último modelo en artículos de seguridad corporativa, ésta no se perdía de nada y, encima, se puede elegir cualquier ángulo de visión. Al lado de la puerta, el custodio, aparentemente el único personal humano de la sucursal, dormitaba sobre un banquito de cristal, con su flamante uniforme blanco-plateado con dos “N” repetidas a la altura del pecho y debajo de su nombre la firma estilizada de Grupo Eterno.
lunes, 20 de septiembre de 2010
Cacofonía literal #003
Encima, por encima de la cima, mis enzimas se hacinan en la encía sin más que la máxima exinanición.
jueves, 9 de septiembre de 2010
El adefesio y vos - Cuento
lunes, 30 de agosto de 2010
Mi novia analista de sistemas
miércoles, 25 de agosto de 2010
Cerrado por duelo - Cuento

Todos, supongo, conocen el año en que nacieron. Todos excepto yo. Y lo que es aún peor: siempre supe el año en que iba a morir.
Cuando digo “siempre” quiero expresar que lo sé desde que nací, que no sé cuando fue. No tengo ni una aproximación. Algunos me dan 40 años de edad, otros 24, ciertas personas me ven lento y senil. Disparidad de percepciones, incluso desde mi punto de vista. ¿Hace 30 años que me casé, sólo 5 o soy recién casado?
martes, 24 de agosto de 2010
Cacofonía literal #002
No vi yo al albino que combinó con el vino novillo; y ya no vino con vino, ni combinó, ni albino.
martes, 17 de agosto de 2010
El intercambio - Cuento
La paranoia era un sentimiento que fluía dentro de su cuerpo al triple de velocidad que su sangre. La hipersensibilidad que producía el estado de alerta se vería eclipsado al instante si cualquier superior lo detuviese a indagarlo.
Ni atreverse a andar en grupos, con otra gente, mirá si alguien sospecha, mirá si comentan y te paran. De a más de tres nunca, parejas hasta ahí. Nacer anacrónico a la época de su juventud rozaba el rótulo de maldición. No poder -porque ese era el tema- no podía ser como él era, ni imaginar ser lo que deseaba.
Algunos los enterraban; otros decidían borrar sus huellas con el imparcial fuego que todo lo quema sin distinción. El decidió intercambiarlo. La esperanza era la de un ligar casi utópico donde el objeto pueda mantener su esencia y ser lo que fue pensado que sea. Necesitaba un lugar donde el polvo se esconda en el polvo, donde la oscuridad logre envolverse a sí misma, donde el tiempo flote como una dulce neblina vaporosa para luego penetrar de a poco en los seres y objetos, y transmutarlos.
Si verticalmente el futuro del joven no le acaecía, la vivencia horizontal no era tampoco confortable. La gente salía cada vez menos -el miedo se pasaba de mano en mano- las caras de derredor no eran precisamente cortas. Todo lo contrario al mundo intrapersonal del casi hombre, al que bombardearon de preguntas sobre que quería ser cuando fuera grande, y cuando todavía no lo era, la paleta de posibilidades se limitó a los colores primarios.
Aferró para sí la preciada carga que lo condenaba, no por maldad en su sentido más mundano, sino por subversión, por el pensar divergente, por negarse a seguir los pasos de una receta estrictamente amarga. Sus padres aceptaban esa dieta implantada por un capricho gastronómico de lo más autoritario, y vivían los días como individuos individualistas, restringiéndose incluso el uno del otro, en la rutina más simple que puede admitir la de casa-trabajo, trabajo-casa.
En su destino lo esperaba una chica –lo sabía- con un soporte equivalente al que el llevaba, pero contenedor de un universo distinto con leyes propias. La prohibición alentaba las ganas de engullirlo.
El colectivo se detuvo completamente. El chofer anunció que se encontraban en la última parada del recorrido. El joven bajó sosteniendo su bolso contra su pecho y empezó a caminar los metros que lo separaban de su destinatario en movimiento. No debían permanecer en un mismo sitio. Había que caminar, intercambiar en movimiento continuo y no mirar hacia atrás.
Tan dentro suyo repasaba el plan que no advirtió la figura portentosa que militaba el lugar, hasta que lo detuvo y le dijo…
No entendió la palabra, que curiosamente estaba en plural pero remitía a un solo objeto. Inconscientemente el muchacho abrió su bolso, metió la mano y revolvió un poco. Al instante le tendió al superior una pequeña encuadernación que profesaba su identidad.
El hombre la examinó con detenimiento y le dijo palabras que pudo escuchar:
- Continúe civil, y no se desacate.
El joven caminó sobre el aire hasta que pudo alejarse del centinela lo suficiente. No podía creer que su bolso no había sido revisado hasta encontrar el objeto que lo incriminaba y haría que lo desaparezcan.
Continuó caminando para efectuar el intercambio de placeres, de historias, acontecimientos, de saber.
Después de muchos años recordaría con pesar el horrible escándalo que hacían en el régimen para manejarlo a uno, para troncar sus pensamientos y volverlo amanuense como a sus padres. El extremo de llegar a convertir en un hecho delictivo algo tan común, tan bello y tan inocente, como intercambiar libros.

sábado, 7 de agosto de 2010
La vida en un día - Cuento
Salí del departamento temprano por la mañana. Al principio trastabillé un poco hasta tomar ritmo con pasos firmes, agarrando derecho por la vereda de la ciudad atestada, hacia delante. La gente se cruza una a otra, adversa de entrelazar sus vidas.
Camino (porque es lo que tengo que hacer), paso la farmacia azul y blanca y llego al bar de la esquina, el pintoresco. Me engancha el semáforo en rojo, nada raro, espero su señal de seguir adelante.
Hace un día soleado, despejado.
En la cuadra siguiente, la cerrajería está cerrada y la joyería está abriendo. Hay niños jugando en la placita de enfrente. Los porteros de siempre me saludan con un movimiento de cabeza y baldean, o barren, o charlan, o hacen de porteros. Yo ando y hago de transeúnte.
El kiosco colorido expone sus golosinas abierto de par en par. Más allá está el supermercado con el hombre que pide en la puerta, al lado la florería escupiendo olores y una modesta librería con un escaparate atrasado. Del lado de enfrente está el cine “Albatros”, que se cae a pedazos de a poco.
Traspaso otro kiosco idéntico al primero. Me llaman los dulces: los escucho. El terreno baldío que le sigue es un espacio verde que está latente, espera a ser devorado por la metrópolis, aunque aparenta que el dueño no sabe lo que cotizan las propiedades hoy en día. Mientras pienso esto, una lata se encuentra en el paso, me dan ganas de patearla y lo hago. Corcovea girando y se va a un lado de la vereda. Pongo las manos dentro de mis bolsillos.
Paso a paso, llega la farmacia azul y blanca con su farmacéutico al que veo de refilón a través de los vidrios, parece cansado de atender a todo un tropel de clientes ansiosos.
El bar pintoresco de la esquina me agarra desprevenido cuando volteo la cabeza hacia delante, lo que hace que casi choque a un señor medio borracho. Al parecer estaba siendo echado (sutilmente) de su noche abolida, condenado a vagar hasta la próxima oscuridad, ahora el bar se dedica a dar de comer a los hambrientos con dinero y poco tiempo.
El rojo del semáforo me detiene por convención, permite la marcha lateral de seres metálicos transportadores de cuerpos de carne. Autos. Máquinas que maneja el hombre y nunca me animé a operar yo mismo. La espera es lo que corresponde y me convierto en esperador. Amarillo luego verde en el aparato.
viernes, 6 de agosto de 2010
jueves, 5 de agosto de 2010
Nadie espera que abra este blog
Cada día que pasa me insiste y me dice: “Dale, che, ¿cuál es el problema? ¿Cuándo vas a abrir el blog?”. Ya me da vergüenza esquivarlo, es muy perseverante. No deja de llamarme, de mandarme mensajes, me escribe mails e incluso cuando me cruza por la calle me recalca la necesidad absoluta de que abra un maldito nuevo e innecesario blog. Es que ya lo tengo instalado en mi cabeza, mis pensamientos versan sobre la orden de lo que dicta el día y, al mismo tiempo, la idea de lo que tengo que hacer según él. Abrirlo de una vez. Sólo abrirlo.
Nadie lo espera. Nadie lo quiere. Nadie lo desea con todo su corazón.
Por eso se lo dedico. Al fin está abierto y promete ser un lugar para compartir la literatura y lo literal, para mostrar el todo y la nada, para sentir imágenes sonoras y sonidos pictóricos, y así poder llenar un espacio vacío en la infinita red que no para de crecer. En fin, una gota más de cacofonía.
Y, ahora, Nadie está satisfecho.